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lunes, 31 de enero de 2011

Vacaciones eran las de antes



¿Se acuerdan de esa sensación de libertad al terminar de rendir la última “prueba” en los primeros días de diciembre, de esos 3 eternos y hermosos meses de vacaciones que teníamos?

Me acuerdo que cuando terminaba de rendir los trimestres de matemática, que me llevaba religiosamente todos los años, sentía que empezaba mi libertad, que podía levantarme y acostarme a cualquier hora, podía guardar la corbata, las medias largas azules, el jumper invernal y la mochila de mil kilos llenas de carpetas y manuales. En un mes de vacaciones se vivía mucho más que en todo el año escolar.

Lo que más me llama la atención de mi adolescencia, es cómo hacíamos para conocer tanta gente sin Facebook, ni mensajes de texto, porque en realidad lo que no teníamos eran celulares. Sólo existía el adictivo y conflictivo ICQ, ese número largo que memorizábamos más que al documento (116021402). Yo esperaba con ansias ir a la casa de papá para conectarme, porque en lo de mamá no había Internet, en ese momento no era algo raro ya que las computadoras eran una carcasa que solo servían para buscar en la Encarta.

Todos los veranos los pasaba sistematicamente en Miramar, y aunque hacia siempre lo mismo, nunca los sentí rutinarios, porque cuando uno es verdaderamente feliz no necesita de grandilocuencias. Estaba todo el día con Martín, mi novio de la adolescencia, que también veraneaba ahí desde que nació, íbamos en bici para todos lados: el muelle, el vivero, el campo, etc. Jugábamos campeonatos de chinchón, buraco y truco, nos empachábamos de licuados, alfajores, wafles y helados, más de lo que cualquier ser humano podía resistir. Íbanos a pescar, nos colábamos en el casino, nos tomábamos el Rápido del Sur y nos íbamos a pasar el día a Mar del Plata o Mar del Sur, estábamos todo el día juntos, como dos almas gemelas inseparables.

Pasé todos los veranos de mi adolescencia de novia, mis desvaríos empezaron una vez empezada la facultad, en ese momento las vacaciones eran la excusa para desbaratar mi vida prolijita y volver enamoradísima de algún Che Guevara Latinoamericano. Los mejores recuerdos de mi vida, los tengo de los veranos, porque le ganaba, sin saberlo, todas las pulseadas al tiempo, yo era la artesana de mi realidad.

La verdad, ahora que estoy viendo pasar enero desde la ventana de mi oficina con mis 26 años encima, que me pesan como nunca, recuerdo esas épocas gloriosas en las que las vacaciones duraban 3 meses y pienso: “No puedo quejarme, las disfruté como ninguna”.